Los recuerdos como motivación
Decepcionante, indescifrable. También maravillosa. Me refiero a la mente humana, esas neuronas (espero que nadie caiga en el chiste fácil de que en nuestro caso sólo es una y está en la entrepierna, que sería motivo de otro post) que no dejan de sorprenderme. Más allá de que en estos días un par de científicos, entre ellos uno español (¡sííí, también investigamos los españolitos!) hayan demostrado que los sentimientos condicionan los juicios morales, creo en los descubrimientos personales, la mayoría de las veces producto de la fórmula clásica acción-reacción.Esta mañana, al bajar del tren y subir las escaleras de salida de la estación de Renfe en Elche, ha acontecido una de esas extraordinarias coincidencias. Subían junto a mí el resto de pasajeros y me he percatado que muchos de ellos atacaban los escalones, literalmente. Es decir, cada pisada sonaba, más bien retumbaba en cada uno de los peldaños. Y me ha acordado de mi padre, del aita, como le llamaban mis hermanos pequeños (Eugenio y yo estábamos lo suficientemente enfrascados en vivir nuestra existencia sin él, que no caíamos en ese guiño euskaldun que tanto hubiera agradecido el hombre).
Mi padre, Miguel Angel, era hombre de pocas palabras y menos consejos. Pero el detalle de esta mañana me ha devuelto las recomendaciones, que en esa época yo entendía menores, y que, sin embargo, siempre he puesto en práctica.
Curiosamente, a diferencia del tono de otras conversaciones que mantuvimos mientras vivía, siempre secas, agrias, duras, en los momentos que sacaba su particular libro de protocolo (¡Dios sabe dónde carajo lo aprehendió!), se mostraba dulcemente educador, sin imposiciones ni cabreos.
Las escaleras hay que subirlas con delicadeza, sin pegar pisotones, apoyando únicamente la punta del zapato. Los libros son cultura, sea cual sea el tema que aborden, por lo que se deben cuidar. Por tanto, al pasar sus páginas no hay que chuparse las yemas, por que se las maltrata, más bien utilizar el filo de superior de la hoja y pasarla con un movimiento tranquilo, nada violento, empleando los dedos con delicadeza. A las mujeres, los niños y las personas mayores hay que dejarles el sitio de la acera más resguardado de la carretera, ya sea cuando los acompañes o cuando te cruces con ellos. No tengas reparos en comerte con las manos la carne que lleve hueso, no es ninguna falta de educación hacerlo y puedes quedar algo cursi (aquí, imagino, le salía la vena navarra).
Podría seguir, porque fueron muchas las revelaciones que conformaron mi educación y que se echa tanto en falta en estos tiempos. Me alegro de que mi aita me hiciera aquellas aportaciones. Por que hoy me han hecho transitar por la calle sonriente, relajado, con ánimo renovado para empezar la jornada. Sólo he echado en falta que no hubiéramos seguido hablando los dos en euskera durante los años que compartimos.
3 Comments:
Genial, Fer. Cada día me fijo en los andares de la gente. Quizá eso a mí me venga del zapatero que llevo dentro (mi padre siempre se ha dedicado a ello, y he llegado a rechazar zapatos porque no son made in Spain) Unos tuercen el interior hacia la izquierda. Otros, por el contrario, giran un pie hacia fuera. Andar con las puntillas o con los talones. Me fijo, sobretodo, en el desgaste producido por el hecho de pisar. No puedo parar de mirarlos porque todos (dejémoslo en casi todos) no andan correctamente. Son los detalles, Fer, lo que a una persona le hacen grande. Son esas pequeñas actitudes respecto a la vida, como relatas en este genial post, las que nos hacen creer que hay vida. Sí hay vida, sí, pero hay que creérsela. Saludos desde Madrid.
Claro que sí, amigo, teemos que creérnosla.
Un abrazo alicantino
ese aitá. Estoy llorando ahora. Nunca me contaste esto. Belinda said
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