viernes, marzo 30, 2007

Me pediste una historia, ¿no? (II)

El local, pese a la hora, se encontraba desoladamente asexual. Tan solo las dos chicas reclutadas por Felipe y la camarera pelirroja estaban libres para nuestros instintos y nuestras incertidumbres. Desde la puerta parecía una invitación para intentarlo en otra parte.

Entramos en el antro con una mal disimulada forma de llevar la borrachera. A lo largo de la noche lo intentaríamos menos, pero a las tres de la madrugada uno trataba de mantener la verticalidad lo más orgullosamente posible. Había parejas: ellas con ellos; ellos con ellos. Todos sudando. Incluso los camareros, que ya tendrían que estar acostumbrados. Era infernal y no estaba dispuesto a soportarlo sin algo fresco. La camarera pelirroja -la única que había, con esta u otra tonalidad- se acercó desde la otra punta de la pequeña barra y se colocó frente a mí. Se apartó los flequillos deslustradamente rojos. Se ajustó la camiseta. Mirando el vaso de plástico, casi vacío, me sonrió. La sonrisa me despistó.

- ¿Otro? -dijo modulando el pronombre con voz fina y ágil acompañada de una sonrisa que esperaba mi aprobación.
- Sí, por favor. Pacharán con hielo.

Miré a Felipe. Enfrascado como estaba con las dos jovencitas no se percató de quién me atendía. Le gsutaba la camarera del "Troppo". Me lo había dicho el año anterior, pero es de amores platónicos eternos. Tal vez se encabronaría si intentaba hcerme el interesante con ella. La perspectiva no me ilusionaba: mi última noche en Alicante no era cuestión de joderla. Además, mi posible intentona tenía todas las papeletas de diluirse con el hielo del pacharán.

- ¿Tú también vas a intentarlo con las colegialas?

Volví la mitad del cuerpo, gire la cabeza hacia ella y disimulé no haberla oído.

- ¿Te importa quitarle un par de cubitos?

Observó con dureza al grupo de Felipe. Luego me miró, como con pena. El pecho se le hinchó ligeramente.

- Ciento cincuenta -respondió con orgullo y firmeza.
- Al menos no me pegas la clavada -alcancé a decir mientras me llevaba la mano a bolsillo trasero del pantalón.
- No, no voy a intentarlo.

Un respiro, apenas imperceptible, se le escapó al recoger las monedas. No creo que fuera un suspiro. Hacía tiempo que los suspiros se habían alejado definitivamente de mis encantos, que no eran muchos por esa época.

- Perdona -dijo y, sin detenerse, es que me sacan de quicio esas escenas. A su edad yo tenía que buscarme la vida y siempre tenía que robarle un beso al gilipollas que iba...
- ... que iba de duro en la clase y en tu vida. Parece una escena de "West Side Story".
- Siempre que te emborrachas eres tan patético o solo cuando te la meneas aburrido los viernes por la noche al llegar a casa.

"Importa más el fin de algo que su principio". Eclesiastés y Jaime venían desde "El Dorado" para socorrerme. En esos momentos no necesitaba al séptimo de literatura. Yo sólo me las arreglaría. Lo tenía merecido.

- No soy el duro del barrio y nunca he visto acabar "West Side Story", tampoco "Lo que el viento se llevó", llego tan mamado que ni se me levanta y lo siento.

Enseguida se cobró la disculpa. La sonrisa volvió a sus labios.

- ¿Te importa quitarle ese par de hielos? -dije con una sonrisa de perdedor convencido.

Cogió el vaso que le acercaba, lo desnudó de cubitos y me lo devolvió.

- No juego a ser Natalie Wood. Me llamo Estíbaliz.
- Conocí a una Estíbaliz el invierno pasado y le dije que tenía un precioso nombre y los ojos más bonitos de San Sebastián. Ella creía que me la quería ligar, cuando lo único que hice fue mostrarle mi agradecimiento por ser la primera chica que me dirigía la palabra en aquel maldito bar donde acábabamos las últimas copas de la noche del viernes. ¿O era sábado? -Contuve un erupto-. Sois imprevisibles las Estíbaliz.

Estíbaliz, la que no jugaba a ser heroína de película, se rió con inusitada despreocupación. Bebí el primer sorbo del nuevo pacharán.

- El pacharán con hielo no es nada interesante -me espetó con una mueca desinteresada.
- Una mujer, al cabo de un tiempo, te acaba creando costumbres -contraataqué.
- Como la del pacharán, ¿no? Los hombres también nos hacéis costumbristas.
- Porque nos encanta obligaros a que cambiéis de pareja.
- Orgulloso, presumido, pero sin puta idea de nada.
- Es mejor intuirla. Es más placentera la realidad desde la imaginación.

A mi lado, desde hacía rato, se encontraba uno de esos rockers con pañuelo al cuello y tupé aplastado por el calor y la noche. Estíbaliz lo miró inquisitivamente. Pese a mis tonterías, se estaba divirtiendo. El muchacho, desbordado por la mirada, le pidió nerviosamente una cerveza. Ella se alejó hasta el frigorífico de las cervezas y le enseñó una Calsberg. El rockero le recalcó por dos veces que quería una Mahou. Estíbaliz, sin inmutarse, introdujo su mano izquierda en la nevera sacando al instante una Mahou. Se acercó hasta nosotros. Los dos estábamos mirando toda la operación.

- Doscientos cincuenta -dijo impaciente y me miró.

Me parecía una barbaridad, pero el joven rebelde pagó sin rechistar. Al alejarse parecía bastante cabreado. No era para menos. Pero no dijo nada. A lo mejor, yo también hubiera reaccionado igual.

- Estos jodidos sabelotodos. Siempre con su aire de suficiencia y luego son como tú y yo.
- ¿Y qué somos tú y yo?
- Resulta gracioso, pero yo antes era así, desvergonzada e ingenua. Creía haber perdido la virginidad a manos de la noche, de las putadas que me han hecho y de los palos de la vida. Inocente e ingenua. Sigo igual.
- Yo también sigo igual. Pero no entiendo lo de la virginidad.

Echó la cabeza hacia atrás y una risa musical y auténtica se coló entre las botellas de la estantería.

- Sueño -dijo-, anhelo, imagino, deseo, lucho, intento y la vida me defrauda y al mismo tiempo me sorprende. A veces pienso que al carajo con todo, que no quiero estancarme en mí misma, que ya está bien de que me engañe a mí misma, que ya es hora de hacer lo que debo hacer. Pero siempre caigo y siempre hay alguien que me ayuda a caer.

Mientras hablaba el pelo se mantenía quieto. Rara vez se le rebelaba. Lo mantenía asustado con una de sus manos. La otra, de vez en cuando, le ayudaba a explicarse.

- Vete a las misiones -concluí.
- Te hablo en serio.
- Ya lo sé. Lo que sientes es algo común. Seguramente lo endosan a todo recién nacido a través de los forceps del ginécologo.
- ¿A las sietemesinas también? -preguntó sonriente.
- Y si tienes dos vueltas de cordón umbilical, en mayores dosis.
- Es terrible, ¿no?
- ¡Bah, eso sólo dura los primeros veinticinco años.

Nos reímos. Había complicidad en esa parte de la barra.

Sara me escucha, como siempre, mirándome. Como siempre, le cuento la historia observando la penumbra, recreándome con mi voz, sonriéndole al techo, sonriéndole a ella, sonriéndome a mí, rozándole con las yemas de los dedos la frente o la mejilla o el cabello. Ella juega con los pocos pelos de mi pecho y, a veces, cuando callo, un dedo sin trabajo recorre mi oreja. La casa está vacía, como casi todas las navidades. No hay comida en la nevera y la ropa está desparramada por el suelo. Un escena habitual.

Me detengo. Le ofrezco un beso y un te quiero. Me devuelve lo primero con un yo también te quiero y lo segundo con un breve y cálido beso. Durante unos cuantos minutos permanecemos callados. Nos abrigan el alcohol y las mantas.

¿En qué piensas?, pregunta Sara quebrando el silencio.

Sabes que me cuesta encontrar la inspiración, contesto quedamente.

Ni las estrellas, ni el mar. Creo que ni yo te inspiro, espeta.

Todas las mujeres me estimuláis a escribir.

¿Sólo a escribir?

Sin pronunciar palabra la miro. Ella levanta la cabeza, se desenreda el pelo tranquilamente. Espera una contestación, con sílabas o con saliva. Entorno los ojos. Me lanza una nueva cuestión.

¿Es verdad todo lo que me has contado?

Me pediste una historia, ¿recuerdas?

Tarda un rato en reaccionar. Entretanto me mira a los ojos. Tiene el codo apoyado en la almohada. De pronto sonríe espasmódicamente y me asalta. Me regala otro beso, más largo y suave, y regresa a mis escasas posesiones pectorales y al latido de mi corazón. Empieza a amanecer. Se escuchan risas en el piso de arriba. El alcohol transgriede los acuerdos adormeciendo los músculos. El sueño se pasea en pijama por la habitación. La ventana está entreabierta. Amanece. Sara duerme. Todas las mujeres de mis cuentos duermen.