Recalificaciones
No sólo urbanísticas, o académicas, o morales. También a los días.Porque la mañana, que comenzó con un imprudente que cruza por medio de la calle cuando voy en la bici y casi provoca que me estampe contra una furgoneta por evitarlo y que antes de subir toda su oronda anatomía en el Porsche Boxter va y me espeta que la culpa es mía por ir rápido (ni que fuera Induráin, ¡qué ganas me han entrado de apearme de la bici y meterle una patada al retrovisor!) y continuó con una señora que se me echa encima cuando sale de su garaje y me mira desafiante porque soy yo el que debo vigilar a los vehículos cuando abandonan los aparcamientos, ya digo, la mañana tensa y embrutecida por ansias de pelea, se recompone de una forma asombrosa, bella, excitante.
La bailarina me emociona por el messenger, me contagia su alegría y me inocula virtualmente una dosis de serenidad.
Me topo con mi compadre Juanjo, me abrazo en la bienvenida y en el hasta luego, le doy cuatro besos, dos por tanda de abrazo. Entre medias la emoción del reencuentro, las promesas de una comida, la complicidad intacta.
Ya estaba guapamente, ya me iba a la facultad con un subidón en el alma, cuando me detiene una sonrisa enorme, unos ojos intensos y una melena negra, una sorpresa en el corazón, Rebeca y su cariño, y también su madre, que me invita a comer arroz con costra (¡cachis, malditas clases vespertinas!) y a la que le agradezco que haya parido a esta muchacha indefinible.
Con esas estoy en estas líneas, a un rato de impartir cuatro horas de clase. Seguro que se me nota cuando me suba al encerado (¡collons, parezco un maestro!) y empiece a transitar entre los gabinetes de comunicación y los departamentos de recursos humanos. Seguramente no se enterarán. Bueno.
Lo mejor, el fin de fiesta: cena con Antonio y María, Joaquín e Isabel, Felipe. Sólo faltará el Manckiewicz, siempre eterno.
Y el domingo a ver amanecer en Castalla.
Me voy a poner a trabajar, que si no...