Era ya la tercera copa que agotábamos. En esos momentos, aunque no lo identifiqué con claridad hasta que me miró y espetó la pregunta, parecía que el hielo también había derretido parte de su pose cachonda, proteccionista e irónica, y había quedado un poso de amor manifiesto, ese que hace patente con cuentagotas, no porque no lo tenga (que muchas veces se le desparrama, pero con acciones y hechos y no con palabras), sino porque se le ve el camuflaje de hombre que no está para preocuparse de esas cosas tan sensibles.
Rask se revolvió en la barra del bar. Llamó a la camarera y después de pedir la penúltima me envolvió en un abrazo, me besó en la calva y antes de soltarme lo dijo.
- ¿Si pudieras, qué te gustaría hacer realmente en esta vida? ¿Cuál es tu sueño?
Sé positivamente que, más allá de los efluvios del alcohol en sus venas (también en las mías, que aguanto mucho menos), más allá de que entre nosotros no hace falta ninguna excusa para la exaltación de la amistad, más allá de que en ocasiones quiera ser un padre putativo para la gente que realmente quiere, en aquellos instantes estaba interrogándome por la necesidad de llegar un poco al alma de su amigo, aunque la respuesta le supusiera el dolor de no poder concederle ese deseo o ayudarle a lograrlo. Y en esos segundos en que me demoré en reponderle comprendí que algún día, no sé cuándo, pero algún día, Rask y Rasmuk llegarán a mí para intentar hacer realidad mi sueño.
- ¿Sabes, realmente, lo que me gustaría? -me pregunté con la voz temblorosa y trastabillada por la inmediatez de un desnudo emocional y por la cantidad tan indecente de vodka a esas alturas de la tarde.
- Dedicarme a la agricultura en una zona de montaña -proseguí después de comprobar su mirada interesada e inquieta-, y tener una casa grande con muchas habitaciones para que la gente que quiero pudiera quedarse cuando le viniera en gana, sin previo aviso, los que se conocen entre sí y los que no saben nada de aquellos otros amigos, con un porche en la entrada en el que hubiera una alargada mesa de madera, en torno a la que hacer eternas comidas, con vino, risas, cervezas, copas, conversaciones, complicidades, charlas inquietas y mundanas, coqueteos, descubrimientos.
No dijo nada. Toda su capacidad dialéctica, que es mucha y avasalladora, se transformó en una sonrisa.
- Niña, esa copa, que es la penúltima -fue su respuesta verbalizada.
Fin de semana de descubrimientos. Después de recuperar la sensación de la comida china, rebusco por cajones buscando rotuladores fluorescentes para dejar a Lazasferld de color verde fosforito y me topo con poemas que escribí tiempo atrás a mujeres que amé.
Pretenciosos, ñoños y con menos vida que el chivato de un "fly".
Dentro de ti me pierdo fuera, te busco
Somos un mismo cuerpo una sola vida el mismo aliento un grito, un mundo, un solo sudor.
No sé dónde empiezas tú, dónde acabo yo.
Sigo con los cajones y me sonríen los cientos de cintas de casette que, mitad por nostalgia, mitad por pereza de no bajármelas del emule, conservo desde hace más de veinte años. Una aún mantiene intacta la portada, "Enrique Urquijo y Los Problemas", la sensibilidad del gran Enrique con el cobijo musical (el otro no lo halló nunca) de una banda dirigida con maestría por Begoña Larrañaga.
En esta revisitación por accidente tendría que haberme pegado una sentada en el sofá con una de mis películas favoritas, "Reencuentro", del extraordinario director y guionista Lawrence Kasdam, que cada vez que la veo me reconcilia con los sentimientos de amistad que me acompañan desde que tengo uso de razón.
- Hola, buenas tardes. Quería pedir comida para traer a casa. (Nunca sé cómo formular ese tipo de peticiones. Tendré que ensayarlo).
- ¿Qué quelía?
Realmente la "ere" no la pronuncian. ¡Vaya!
- Pues sí, mire, ehhh (¡carajo, si me lo había preparado muy bien, lo tenía claro! ¿Por qué de repente son más pequeñas las letras del folleto? ¡Coño, si hay una lista de menús en la contraportada!). Bueno, síí, quiero un rollo de primavera, wan-tun, tallarines tres delicias y cerdo agridulce (total, dentro de un par de horas me sentaré en el trono).
- Son dieciséis con cincuenta. (La verdad es que es difícil transcribir la pronunciación castellana de los chinos cuando en las palabras no aparece la "ere").
Ese es todo mi divertimento para la noche de un viernes. Bueno, también están los capítulos de la 6ª temporada de "Las chicas Gilmore", que me bajó Sergio, después de que se rieran de mí amigas y hermanos por haber comprado las anteriores temporadas en la FNAC. Aunque no sé si el cachondeo era por haberme visto esas anteriores ediciones en apenas dos semanas o por el hecho de ver esa serie.
Y es que después de un día con los funcionalistas, Merton, Wolf, Lasswell y Lazarsfeld, el marketing con causa, Salaverría y su redacción ciberperiodística y a la búsqueda de ejemplos de patrocinios y su gestión comunicativa, algo de ingenuidad, mala leche dialéctica, un repaso a la cultura norteamericana reciente y los ojos de Lorelai Gilmore harán más llevadero el camino del sofá a la cama.
- Prriii, prriii
- ¡Carajo, ya están aquí!
Con lo rápido que han venido no sé si fiarme de esa comida. También puede ser que deba replantearme lo que tardo en escribir una entrada en este blog.
Miedo al compromiso, miedo a defraudar a quien está a tu lado, miedo a la soledad, miedo a morir si sentir la pasión, miedo a las relaciones, miedo a lo que ha de venir, miedo a nosotros mismos. Y ante eso, el sexo como catársis, tanto en su búsqueda como en el hallazgo.
Esas han sido las sensaciones reflexionadas que me ha ofrecido Shortbus, el duro filme de John Cameron Mitchell que en ciertos momentos me trasladó la acritud de Happiness, de Todd Solondz o el libertinaje de "Rita, Sue y también Bob".
Es cierto que lo primero que me vino a la mente con las primeras secuencias de la película de Mitchell fue algo así como "qué coño hago yo aquí", estado que se mantuvo hasta horas después de haberla visto.
En un primer intento por encontrarle sentido al torrente desbocado de imágenes de sexo explícito y situaciones inverosímiles para los que vivimos una vida diferente, me hice un manifiesto interior, de un sólo punto, que al mismo tiempo me reafirmara: "Decididamente, el cuerpo de las mujeres es el único que me puede trasladar hasta los sueños".
Cursi, empalogosa, reduccionista. Ya lo sé, pero fue la reacción inmediata a las encuentros sexuales de los protagonistas masculinos de la cinta. Y no porque esté en contra de las relaciones homosexuales (masculinas y femeninas), sino porque mi estado natural (el mío, aunque entiendo perfectamente el de otros, ya que no deja de ser una manifestación de amor), es el de la heterosexualidad.
El paso de los días ha afinado más mi percepción y mi reflexión sobre lo que el director y guionista mostraba, y así he llegado, además de a las palabras iniciales de esta entrada, a la conclusión de que la desnudez, en hombres y mujeres, depende cómo se trate, puede ser tan natural como nuestra propia desnudez en la intimidad de nuestras casas.
Por último, mientras pensaba en este post y escribía las líneas anteriores, me ha venido, por una de esas extrañas asociación de ideas, la maravilla de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now, y algunas de las frases de Kurtz/Brando.
"He visto un caracol, se deslizaba por el filo de una navaja, ese es mi sueño, más bien mi pesadilla, arrastrarme, deslizarme por todo el filo de una navaja de afeitar, y sobrevivir." Coronel Kurtz (Marlon Brando)
¿Qué pasa cuando cuatro amigos cuarentones, que se conocen y conviven, aunque sea a temporadas, desde los 14 años, se reúnen a cenar?
Risas, complicidades, excentricidades, restaurante de postín, unos sin miedo al colesterol, otros pidiendo disimuladamente verduras y frutas en el menú, cervezas, más risas, los camareros que empiezan a limpiar y a recoger las mesas, miradas de satisfacción que reclaman no romper el momento por irse a casa, traiga la cuenta, dónde vamos.
¿Qué ocurre cuando cuatro amigos toman una copa de madrugada en un pub irlandés de su reciente pasado?
Exigencias al camarero sobre los tipos de vaso y la marca del vodka, recuerdos del quinto amigo ausente, adios a los pañales y los chupetes, "vaciles" al camarero sobre el precio de las copas, conversaciones que transitan entre proyectos vitales inacabados y la seriedad de la adopción, confesiones que no llegan a asomar y poses olvidadas que acaban diluyéndose con el segundo "stolisnaya", otra vez las risas combinadas con la certeza de un tiempo ya vivido, envidias sobre la supuesta capacidad de ligue de los profesores, los dos profesores que desmontan tópicos, las tres de la mañana, la responsabilidad que aparece, taxi de madrugada, mañana resacosa.
Por un momento, se antoja una escena del fresco que dibujó Denys Arcand en "El declive del imperio americano", que los cuatro amigos (y el ausente, también) vieron en los Astoria antes de entrar en la habitual cascada de cachondeos y copas que comenzaba en "La escala" y terminaba en "Clan Cabaret".
Marta, sorteando cocodrilos y torpes piratas con garfio, me envía la excusa para escribir (también lo hace Malati desde unas semanas atrás, con su propuesta sobre las pelis tontas, románticas, que no podemos dejar de ver aun sabiendo que no son obras maestras, y que uno de estos días pondré en este caleidoscopio compartido).
Dice, Marta:
Es cierto que necesitamos referentes, que todo lo que pensamos, escribimos e inventamos está marcado por lo que otros ya hicieron... pero ¿habrá un momento en que ya esté todo inventado, todo pensado? ¿tendrá un fin la concatenación de referencias inspiradas por otras referencias? A veces creo que de verdad ya está todo pensado, y sólo cambia la forma en que manipulamos las palabras para expresarlo...
Este fin de semana, ajeno a noticiarios, periódicos, cervezas en bares de madrugada, dominicales y cualquier otra fuente de información y de contacto con la realidad mediada (aquí, seguro que el Jordi podría meter baza y nos dejaría estupefactos a los chicos CEU), he puesto en práctica las habilidades de limpieza y orden que necesitaba para la mudanza a una casa revisitada.
Entre barrida y fregada, y mientras me debatía si limpiar los cristales, pese al riesgo de lluvia (¡joder, parezco mi madre!), he salido varias veces a fumarme un pitillo frente al mar (en eso, el banco que me hipoteca y vigila con atención mi cuenta corriente no puede entrometerse, jejejeje). En cada salida, los colores del Mediterráneo eran diferentes. Ora verde azulado, ora gris amenazante. Un espectáculo, como siempre.
Y eso, no los colores, ni los sonidos que emitía (rugiente en ocasiones, revoltoso las más, sereno de a ratos), sino las emociones que yo experimentaba, seguramente serán distintas a las que pueda vivir otra persona a las mismas horas, frente al mismo mar, con la misma marca de cigarrillos y que también estuviera afanándose en limpiar y pelearse con enormes y amenazadoras pelotas de polvo.
Hoy escribo yo; mañana, quién sabe.
Y si además está de fondo Van Morrison, con la Turka y el Doctor Boggie en el recuerdo, mejor.
Con la mirada puesta en aquello que está por llegar seguramente me he estado perdiendo lo que ya ha venido. Así que he dejado de proyectarme y me recreo en los momentos presentes; a modo de los clásicos empiezo a abusar del carpe diem, mientras preparo un doctorado y me cuestiono si las clases de Periodismo que imparto son realmente útiles o forman parte de los peajes que los alumnos han de abonar para conseguir sus objetivos.