En una tirolina entre barrancos Con una mochila en el glaciar Fontnegra en el Pirineo gerundense
Sin moverte del sitio:
Con unos cuantos"Marley" de matujos verdes Con los digestivos de Ferné Branca que tantas risas le provocó a Rask
Desde este sábado:
Por encima del manillar en un descenso de bici de montaña Con la combinación de calmantes y relajantes musculares para todo el costado y el abdomen inflamado Cuando el dolor me impide encontrar la posición para poder dormir
Por su capacidad de síntesis. En la vida, en las relaciones, en el pensamiento, en la escritura. Eso sí, en los sentimientos son expansivas, explosivas de larga duración, perseverantes, imprevisibles. Pero esto no corresponde a estas líneas, a este encuentro (¿o será desencuentro?) de reflexión.
Síntesis no implica simplicidad, más bien lo contrario, una exquisita capacidad de ir al grano, de golpear directamente sin el dolor del daño, de convocar sin rodeos, de citarse con la naturalidad de las cosas. Ocurre que nosotros carecemos de esa habilidad y entonces ellas se nos antojan indescifrables.
Me alcanza la idea por no saber cómo escribir un post de menos de tres párrafos que contenga una historia apabullante para el alma, reveladora para la cotidianeidad de una jornada, excitante para la neurona que habita allá arriba.
Se aproxima este intransigente pensamiento al desconocer las claves para dar un beso sin permiso, para ofrecer los labios sin el pudor de una palabra previa, para regalar con contraoferta el cuerpo sin telegrama.
Se descoloca la lógica, la razón, el sentido común al comprobar que eres incapaz de reducir una discusión desnortada, de superar el orgullo de una posición indefendible, de camuflar el perdón con una sonrisa pícara.
Aparecen los primeros síntomas. Es la época, cuando debe ocurrir, pero siempre sorprende y, hasta cierto punto, emociona. Lo que es cierto es que provoca una sonrisa y a menudo un sentimiento compartido porque esas vivencias son irrepetibles, al igual que los nervios.
"No, que eso engorda y mira cómo estoy". ( El comentario también se aplica a los chicos, que ahora casi piden en la cantina menús saludables. ¡Ilusos!)
"¡Ayy, a ver si hace sol y podemos ir a la playa unos días antes, que estamos como los polacos recién aterrizados en El Altet!".
"Oye, ¿y qué me pongo ese día, tacón o zapato plano?".
"¡Que nos queda un mes, colegas!".
"¡Qué ganas tengo de que esto acabe y no volver a coger un libro!".
"Ese día, quemo los apuntes".
En fin, que dentro de nada serán licenciados. Y, entonces, a echar currículos, hacer horas extras sin remuneración en un medio de comunicación, plantearse si deberían preparar una oposición a funcionario, convencerse de que ya no tendrán vacaciones en Navidad, Semana Santa y verano, distanciarse de aquél que creían que era un amigo para toda la vida, descubrir a nuevos, soportar los enfados de los padres que ahora los tienen más tiempo en casa, observar que de lo estudiado durane la carrera les sirve la mitad (o eso creen en esos primeros pasos profesionales, aunque luego aprecien el poso de lo aprendido), contar batallitas estudiantiles, olvidarse de exámenes y apuntes, peregrinar en sus emociones.
Y yo, de nuevo, allá por octubre, los volveré a echar de menos.
15 años atrás, a la misma altura, más o menos, de la Playa de San Juan y a una hora similar de la tarde, los mismos protagonistas que este pasado domingo se reían en torno a la mesa de un restaurante miraban a la vida con otros ojos. También vigilaban a las chicas que transitaban por la playa, pero esa es otra historia y entonces, además, tenían más pelo, entre otras escasas virtudes.
Aquella tarde de 1992, tumbados en la arena, recuperándose de una resaca más, las expectativas, los sueños, las ilusiones, las dudas, las certezas se antojaban una parte importante de su quehacer vital. El miedo por lo que venía se topaba con la pasión, no sólo de las palabras, también de las intenciones. Lo que ellos, recién licenciados, esperaban para los siguientes años de sus vidas no tenía nada que ver con lo que después se encontraron, pero en aquellas horas no lo podían sospechar.
El ahora abogado, padre de familia, jugador de golf, que tiene negociar precio con las canguros para los niños y noches de asueto y gin tonic con su mujer, se debatía cuándo empezar a estudir las oposiciones para notario que luego se perdieron por una mujer.
El ahora promotor inmobiliario, inquieto negociante, con varios teléfonos móviles en su bolsillo, que busca paraísos donde invertir, se preguntaba cuánto tardarían en salir las oposiciones para economista en tal o cual consellería.
El ahora profesor universitario, ciclista aficionado a la cerveza y al cine, divorciado y calvo, intentaba averiguar si alguno de los muchos currículos enviados le serviría para trabaja como periodista o acabaría de cajero en el Pryca.
El ahora enamorado, comprometido y con un piso nuevo a medias con su chica, profesor de instituto en el extrarradio de Madrid y amante de los coches clásicos, fantaseaba a cuántas extranjeras podría seducir si al aprobar las oposiciones le enviaban a Palma de Mallorca.
Y, aunque no estaba físicamente esta pasada tarde de domingo, el ahora sindicalista, funcionario liberado, preocupado por la economía doméstica y por la española, barruntaba a qué se podría dedicar un filólogo hispánico en un país en el que apenas se leía.
Ahora tenemos 40 años. Los cumplimos en unos meses. Cuando estamos juntos, ninguno de nosotros echamos la vista atrás, a aquella tarde del 92. No lo necesitamos. Pese a que nos hemos encontrado con cosas que no eran las que esperábamos, seguimos riéndonos juntos, juntándonos a comer, ironizando sobre nuestros defectos físicos, preocupándonos por lo que le pase a cualquiera de nosotros, creyendo en la pasión.
Por eso, cuando Felipe anuncia que se casa y que lo hará en Nueva Zelanda dentro de unos meses, nos descojonamos, nos burlamos de él, nos emocionamos, brindamos porque Peter Pan se ha hecho mayor, empezamos a preparar el viaje, nos proclamamos sus padrinos de boda, le asustamos diciéndole que también vamos a la luna de miel, nos reímos juntos.
Y para celebrarlo, decidimos irnos un fin de semana a Estocolmo, para que veamos a las últimas extranjeras, para olvidarnos de las canguro, la economía, el precio del ladrillo o la tesis doctoral.
Rask se gira cuando le llamo a punto de entrar en una herboristería. No sonríe. Eso me preocupa, pero al acercarse comprendo porqué. Su cara le delata. Ha debido de ser una noche dura.
"Nos quedamos hasta que se acabó", susurra mientras se rasca la barriga y resopla. "Uff". Vuelve a resoplar. "Tienes mala cara, Rask". "Anda que tú, enano, con esas pintas", me espeta al tiempo que me mira de arriba a abajo. "Podrías afeitarte", me recrimina. "Pero si voy en bici y estoy de puente", le digo mientras trato de mantener el equilibrio sobre el pedal automático al que estoy enganchado. Hacía más de tres semanas que no andaba en bici y había decidido probar mi organismo después del susto de hace quince días.
"Últimamente no me gusta Torremanzanas. Parece que escribas porque hay que escribir". Su ojo clínico, su intuición se reafirma aun resacoso.
"Lo cierto es que estoy poco inspirado", respondo consciente de la certeza de mis palabras. No se lo digo, pero también me encuentro en una época extraña. Me escondo, me refugio en rutinas, acechado por la singular, de a ratos axfisiante, sensación de la soledad.
Mientras escribo estas inquietudes, confidencias, retazos del alma, retales de vida, Van Morrison y Tom Jones cantan a duo "Sometimes we cry". Han pasado ya dos días de ese encuentro con mi amigo y las cosas no han cambiado.
Frente a un mar azul intenso, en esta tarde que se va encontrando con la noche, pienso en esas palabras de Rask y en las emociones que me acompañan durante estas últimas semanas. Miro por la ventana y me saluda una luna grande y blanca que se está acicalando para salir de marcha. Sonrío. Sigo escribiendo. Venga, otro párrafo.
En esto que algunos encontrarían un ejercicio de narcisismo, protagonismo, vanidad, quizá egolatría, en relatar sentimientos exponiéndote, se halla la única manera de poder expresarme estos días.
Y es que transito por una amplia variedad de descubrimentos, invenciones, negativas y excusas para casi todo.
Corrijo trabajos de alumnos, leo artículos académicos, preparo clases, juego al solitario, intento comer sano, fruta y verdura todos los días, cojo la bici, no coloco el orinal bajo la cama pero me pongo el pijama para la siesta, trasnocho entre programas absurdos y denigrantes y revistas de cine, me tomo el complejo vitamínico que me recetó el doctor, fumo un paquete y medio, se me acaban las cervezas, escucho música, charlo por el messenger con Slide, debato con Amelia sobre el futuro del Periodismo, quiero ir al cine y no me atrevo, pirateo la última de Win Wenders y veo "El rey pescador", sonrío cuando una imagen hace click en el obturador de mis recuerdos...
Y no se me quita esta soledad. Si me sumerjo en mí, no encuentro tristeza, ni agobio, ni angustia, ni pena, ni nostalgia, ni vacío. Unicamente soledad. Y creo que la he elegido así en estos días.
Si no, habría aceptado la invitación de Malati a Girona, el caldero en Tabarca con mis tíos, el arroz con costra de mi madre, el viaje a Suiza con Amayuca y Pabloski, la visita a Dudi en Palencia o al Alvaricoque en Valencia. Habría intentado saber si el correo electrónico de la bailarina es una broma o una declaración. No me habría enconado con mi amatxo. Habría ayudado a Belinda, que se enfrenta a sus demonios.
Aunque tengo lo que merezco, supongo que estos días echaba de menos la mano que toma la tuya al acurrucarte sobre su espalda mientras duermes, un desayuno compartido, un cine de madrugada, escuchar el sonido de la ducha y una invitación desde el baño, un beso antes de dormirte, a los amigos lejanos, las ocurrencias de mis hermanos, la improvisación en la siesta, cocinar para alguien, reirme en compañía, las charlas.
Afortunadamente, para un cangrejo, lo mejor es que la luna se está haciendo gorda. Y las vitaminas empiezan a dar resultado.
Con la mirada puesta en aquello que está por llegar seguramente me he estado perdiendo lo que ya ha venido. Así que he dejado de proyectarme y me recreo en los momentos presentes; a modo de los clásicos empiezo a abusar del carpe diem, mientras preparo un doctorado y me cuestiono si las clases de Periodismo que imparto son realmente útiles o forman parte de los peajes que los alumnos han de abonar para conseguir sus objetivos.